domingo, 19 de septiembre de 2010

François Dubet "Siempre pensé que lo importante de la vida ocurría fuera de clase”

El derrumbe del sagrado templo de la escuela, la marginación juvenil, los conflictos entre vencedores y vencidos, las entrañas de las banlieues, un sistema contradictorio (lleno de antinomias) –“más democrático, pero más desigual”–, los errores de la sociología de laboratorio... Nada se le escapa a este hombre de discurso denso que cada vez que pronuncia la palabra desigualdad alza su mirada celeste y obcecada, interrogante, por encima de sus gafas.


François Dubet, sociólogo francés de prestigio, es toda una autoridad en educación, una de las principales voces críticas en el universo pedagógico. Sus trabajos (La escuela de las oportunidades o El declive de la institución, Ed. Gedisa) han permitido encontrar alguna respuesta a la crisis educacional actual. Su credo esencial podría resumirse así: “La igualdad de oportunidades no es suficiente para garantizar una escuela justa. Siempre pesan los privilegios, de nacimiento o de inteligencia. Habría que cambiar esas trampas por otros criterios”. Director de la Ècole des Hautes Études en Sciencies Sociales (Ehess) francesa y profesor en la Université Bordeaux-II, para Dubet, heredero sociológico de Alain Touraine, urge profundizar en las causas del desmantelamiento de la escuela como figura institucional.

¿Cuál diría que es el último conflicto añadido, el más reciente, incorporado a la lista de lastres de los sistemas escolares?
Yo me remontaría a hace treinta años. Desde entonces hay dos problemas inexistentes en la historia anteriormente. Primero: la masificación. La apertura de la escuela a todos los alumnos no ha conseguido reducir sus problemas. Todos han subido al tren, todos se han acogido al sistema, pero las diferencias, en función de sus orígenes sociales, no han variado. No hay mejora. Hemos tenido una gran decepción.

Primera contradicción.
Los presupuestos en educación han aumentado y las desigualdades continúan.

A sus ojos, todos los sistemas escolares del mundo se basan en el arbitraje. ¿Eso provoca el segundo conflicto?
Sí. Cada vez hay más alumnos que rechazan la escuela, que se manifiestan con la violencia y con otras actitudes –menos espectaculares, pero muy graves– como el absentismo, el desenganche escolar. Se van distanciando de la escuela para mantener cierta autoestima. Esos conflictos, hoy por hoy, aparecen en todos los países comparables del mundo.

Tantos años luchando por una escuela igualitaria y democrática… ¿No será la escuela un organismo condenado a ser injusto?
¡Todas las escuelas del mundo son socialmente injustas! En todas, los alumnos de clase más alta obtienen más éxito escolar que los de las clases más populares. En cualquier sitio. Pero lo interesante es ver cómo esas desigualdades varían mucho de un país a otro. Por ejemplo, partiendo de unas desigualdades sociales comparables, la escuela canadiense es menos desigual que la americana, y la escuela francesa es más desigual que la escandinava. Por tanto, la escuela siempre reproduce las desigualdades, y habría que atajarlo.

En uno de sus estudios (de 1999), usted apuntaba algo inquietante. De cada cuatro escuelas francesas, tres separaban las clases por niveles: la clase de los buenos alumnos y la de los malos alumnos, a pesar de ser algo prohibido. ¿Sigue en marcha esa práctica?
Es un error desastroso. Si usted mete en la misma clase, juntos, los alumnos fuertes, medianos y flojos, el nivel medio de esta clase es más elevado que si usted mete por un lado los alumnos fuertes y por otro los flojos. Si metemos los flojos juntos, el nivel desciende ­rápidamente.

En los países escandinavos jamás separan a los alumnos por niveles...
¡Jamás! Y los resultados escolares de esas clases son relativamente homogéneos. ¿Qué ocurre? Que, en general, los profesores prefieren clases homogéneas porque las otras –donde hay varias velocidades– son mucho más difíciles.

¿Dónde radica el error de los padres?
En que saben que la escuela, tal como está hoy, es una competición. Las familias de clases medias favorecen las prácticas discriminatorias, y la escuela, para ser más justa, debería resistir a ciertas demandas familiares. Eso es tremendamente complejo.

Pero conseguir rebajar esas desigualdades obligaría a una atención individual, de cada alumno, que debe ser imposible de sufragar. ¿Hay, realmente, medios?
Se ha mitificado mucho la falta de medios. Todos los indicativos aseguran que la escuela canadiense es mucho mejor, claramente, que la americana. ¡Y cuesta el 30% menos! La verdadera cuestión, y lo constato diariamente, no es si faltan medios sino qué se hace con los medios.

Tomemos por ejemplo el modelo tradicional francés.
El profesor hace su clase. Que tenga 20 o 30 alumnos no cambia gran cosa, simplemente trabaja algo menos si tiene menos gente. Si ofrece un curso magistral, que sean 30 o 50 alumnos tampoco afecta al resultado. ¡Pero, ojo! Si quiere impartir idiomas, y quiere hacerlo bien, necesita 10 alumnos. Esa la dimensión ideal para que los alumnos lleguen a su máximo nivel.

No todo se reduce al modo de almacenar alumnos, ¿no?
Desde luego, si recibes más ayudas pero no cambias nada en el modo de trabajar, esos serán presupuestos perdidos. Pero la mayoría de los países tiene una escolaridad común hasta los 16 años y, a grandes rasgos, tres modos de funcionar. Primero, meter todos los alumnos juntos e individualizar las pedagogías. Ese es el sistema escandinavo, ofrece buenos resultados. Segundo, separar los buenos de los malos. Es el sistema alemán, grandes desigualdades. Tercero, el modelo francés-italiano-español: metes a todos los alumnos juntos y los haces repetir.

¿Repetir no es útil?
Sabemos que cuando un niño repite curso no sirve de nada. Esa acción tiene un coste importante y pasa factura.


¿Entonces, cuál es el modelo escolar menos nocivo?
El mejor modelo es el de la pedagogía individualizada. Una de las mejores escuelas del mundo es la japonesa, y es menos cara que otras de peores resultados. Pero también debo decir que un maestro japonés trabaja sesenta horas por semana. Y la mejor escuela del mundo es la finlandesa, pero cuando el maestro vuelve a su casa sigue atendiendo a sus alumnos que le envían correos electrónicos, le llaman por teléfono… ¡están muy bien pagados, pero trabajan enormemente! Por lo tanto, hay un debate hipócrita sobre los medios.

¿También tiene su trampa el acceso a la universidad?
Por supuesto. Hay muchos países en vías de desarrollo, como Brasil, que consagran todos sus medios a la universidad. ¡Y eso está muy bien… si logras entrar en la universidad! Por lo tanto, en el mismo país podemos tener un 30% de personas que están en la universidad y un 30% de personas que no saben leer. Bueno… ¡no quiero que me asesinen los sindicatos!

No, no…
Hacen falta medios, sí, pero a menudo los sindicatos quieren más medios para seguir haciendo funcionar lo que no funciona. Y el verdadero coraje político consistiría en dar ayudas, pero, a la vez, cambiar la manera de trabajar. Y sé que eso es muy, muy, muy difícil.

¿En qué tenían razón los jóvenes de las banlieues?
Creo que tenían razón en que les habían engañado. Albergaban una promesa incumplida. Les habían dicho: “Si vais a la escuela, conseguiréis cosas; si tenéis éxito en la escuela, encontraréis trabajo”. El sistema escolar francés, como el español, funciona como una refinería de petróleo.

¿Se trata de ir pasando el filtro y dejando gente por el camino?
Así tratamos a los alumnos: los limamos. Vamos destilando, destilando… y los alumnos más críticos, muchos inmigrantes, al final se dicen: “Me han hecho entrar para integrarme y, una vez aquí, descubro que estoy excluido”. Y ven que, aunque tengan éxito en la escuela, el hecho de ser inmigrantes les sigue dificultando el futuro.

¿Les dieron falsas expectativas?
Existe una situación paradójica que me fascina: los turcos franceses están muy integrados en el sistema escolar y, a un tiempo, encolerizados con el sistema, mientras que los turcos alemanes están muy poco integrados con el sistema escolar –pasan un examen selectivo a los once años–, pero no están realmente enfadados con la escuela. ¿Por qué? Pues porque la escuela alemana nunca les ha prometido que llegarían a nada.

¿Existe una xenofobia previa, que cohabita desde el principio con el proceso escolar?
Algunos piensan que si no tienen éxito en la escuela, es por racismo. Yo creo que esto es fundamentalmente falso. Imagino que algunos docentes querrían que estos jóvenes siguieran el patriotismo republicano, como Bartolomé de las Casas descubriendo indios…

¿Entonces, el racismo se instrumentaliza en las aulas?
A ver: el racismo existe. ¡Está ahí! La mirada, el recelo de la gente. Pero en cierto modo, algunos jóvenes víctimas de ello si no decían “no tenemos éxito porque la escuela es racista” debían enfrentarse a otra frase: “No tenemos éxito porque no somos capaces”. Y esto, humanamente, es insoportable. Los sistemas escolares aparentemente más democráticos, más integradores, son en gran medida bastante violentos. Siempre hacen el mismo planteamiento: hemos dado a todo el mundo el mismo derecho a estar integrado, así que ¡ojo!, en caso de que fracases, toda la culpa será tuya y sólo tuya.

Según eso, el único responsable del fracaso de un perdedor es él mismo.
¡Claro! Los que parten de orígenes más privilegiados siempre tienen otras excusas, a quien cargarle la culpa. Al perdedor no hay modo de consolarle si le dices que lo es porque ha querido. Hace cincuenta años la escuela era más injusta pero, aquellos que no eran buenos en clase tampoco se sentían absolutamente desgraciados, como si no hubiera otra salida en la vida. En los pueblos franceses pervivía lo de “nosotros, los campesinos, no estamos hechos para los estudios y, de todos modos, esta es una escuela hecha por burgueses; enseñan cosas inútiles y pretenciosas”. Por tanto, incluso las personas que se sentían excluidas guardaban otras esperanzas…

Creían que podían tener una oportunidad en la vida, no necesariamente vinculada al éxito escolar.
Y así era, había más opciones para ser feliz. Hasta finales de los 60 en Francia, hasta los 70 en España, la mayoría de las personas entraba en sociedad sin necesidad de haber obtenido certificados escolares. La mayoría de los obreros de Bilbao lo son porque sus padres ya han sido obreros en Bilbao. Y antes de la llegada de Almodóvar a España las chicas buscaban marido. Para una mujer que no fuera burguesa, la principal función social era buscar un marido… Por lo tanto ¡no tengo ningún tipo de nostalgia de ese tiempo!

La decisión de buscar una escuela para su hijo resulta, para algunos padres, un tormento, un excesivo peso de responsabilidad. Si luego no sale bien, se culpabilizan. ¿No hay modo de explicar que la vida de uno también depende del azar?
Los padres de hoy son demasiado ansiosos respecto al éxito escolar. Piensan: “Si mi hijo no tiene éxito en la escuela, no va a tenerlo fuera”, “tengo que llevarlo a la mejor escuela, con los mejores profesores…”; y en Francia, como aquí, las clases medias piensan exactamente lo mismo. Ya no se trata de una actitud burguesa, es una actitud general, y sólo consigue una cosa: las categorías populares tienen un gran sentimiento de injusticia. Creen que no tienen las cartas necesarias para poder jugar y ganar.

¿Qué normas del juego habría que cambiar?
La escuela debe encargarse de distribuir individuos considerados iguales en categorías desiguales. Esa es su función. ¡Es una actividad abominable! Pero si no fuera así, nadie iría a la escuela. Yo creo que hay que calmar el juego, amansarlo, no dejar que se dispare… crear una escuela poco selectiva hasta los 16 años, que clasifique a los alumnos, pero que se ocupe de una cultura común. Donde los diplomas no sean el único mecanismo posible para salir adelante. Buscar sistemas de valoración que permitan a un alumno volver a ser acogido, decirle: “Perdiste una vez, pero podrás volver a jugar, tendrás una buena formación profesional…”.

Usted habla de la necesidad de que en la escuela se realicen actividades improductivas.
Cosas que no tengan un interés estrictamente escolar. Recuerdo un ejemplo divertido: los daneses tienen unos alumnos que no son muy buenos según las encuestas. Fuimos a visitarles y les dijimos: “No sois muy buenos”. Y nos respondieron: “No somos los primeros, pero es que tampoco es lo que más nos interesa. A nosotros lo que nos interesa es formar ciudadanos. No nos apuntamos a ninguna carrera, ya tendrán en el futuro más ocasiones de ser competentes, no competitivos”.

¿Y qué pensaban los daneses de ustedes?
Nos dijeron: “Vosotros, los franceses, tenéis unas élites muy competentes, pero sois muy pretenciosos, muy tristes y muy despreciativos”. Visto así, probablemente los daneses tengan razón. Pero me sabe mal que este modo de pensar de los daneses sólo acabe en una suerte de nostalgia hippy porque, al final, todo el mundo sigue teniendo un pánico extraordinario a que su hijo no encuentre plaza. Los sistemas escolares acaban por convertirse en torneos deportivos incluso en el vocabulario: “Hay que ganar”, “jugar en la otra división”… Y así es como, cuando nos damos la vuelta, vemos multitud de niños que se han quedado en el camino. ¿Es Dios?, ¿es la inmigración? No, es la consecuencia lógica de un sistema que clasifica.

Para usted, el profesor ha pasado de tener un oficio sagrado a ejercer una profesión. ¿Un consejo que anime a los que, lógicamente, están desesperados? ¿Se han perdido muchas ­vocaciones?
No creo que los maestros hayan perdido la vocación, creo que han pasado de una vocación católica a una protestante. Hablo seriamente. La vocación católica era: “Yo me doy, yo me sacrifico, por la Iglesia, por la razón, por el progreso”. Y el maestro republicano francés era una especie de sacerdote. Hoy, la vocación es otra cosa, es decir: “Me realizo en mi oficio, en mi profesión, es así como quiero construir la grandeur”.

¿Por qué razón afirma usted que el oficio de maestro se ha convertido en algo terriblemente complicado?
Antes, en la escuela, sólo se aceptaba a aquellos niños que querían jugar aquel juego; ahora, no: ahora es como la película Entre los muros. Hay que conseguir que los maestros dejen de sentirse individuos solos, abandonados a su suerte en una clase. Hay que devolver al maestro su categoría como profesional, como gran profesional. En Barcelona –donde llegué gracias a la Fundación Jaume Bofill– veo por ejemplo centros en condiciones dificilísimas que son excelentes y, enfrente, todo lo contrario. En Francia estamos viviendo casi una revolución cultural de los maestros.

¿Recuerda cómo era su escuela y cómo era usted como alumno?
Veo una escuela laica, popular, y un alumno bastante bueno. El recuerdo que queda en mi memoria de todo eso, el dominante, es el de un gran aburrimiento. De vez en cuando nos interesábamos de verdad por algo de lo que decían. Yo nunca fui un alumno revoltoso, pero el sentimiento que tenía era de que aquello no era la vida verdadera. Siempre me pareció que lo importante de la vida ocurría fuera de clase.

El instituto, al final de los cincuenta…
Yo acudí como un funcionario que tenía que ganar su salario, pero era un momento feliz porque, como la escuela era muy rentable, nos podíamos aburrir sin molestar a nadie. Creo que muchos profesores también se aburrían. La cultura juvenil estaba en plena explosión…, ¡pero en el edificio de enfrente! En la escuela vestíamos de gris, y ahí fuera estaban las revistas, el cine, Elvis Presley, los Rolling Stones…

La vida, vaya.
Voilà! ¿Por qué aceptamos ese juego, entonces? Porque sabíamos, sin ningún tipo de dudas, que cualquier calificación escolar nos permitiría subir en el escalafón social.

¿Por eso escribió un día “la utopía está detrás de nosotros”?
Por eso. Y porque sigo convencido de que cuando abrimos una escuela, cerramos una prisión.